Voy a la gasolinera, me ponen 200 pesos, espero; maldita sea, no reciben tarjeta. Era un señor ya mayor el que me atendía y aunque no fue responsabilidad mía el no prguntar, confieso que sentí cierta pena de no traer efectivo, el señor se me quedó viendo, agachaba la cabeza, y yo, seguía con la pena. En este país ¿qué haces? ¿Cómo confiar en la gente? ¿Cómo comprobar que no saldré corriendo? ¿Tarjetas falsas? Y yo, tratando de poner mi mejor sonrisa para generar un poquitito de seguridad.
Mire, le contesté, le doy mi licencia, es más, le doy mi credencial del trabajo y él no me dijo nada, por dentro sabía que debía confiar. No tardo, mire que llevo prisa, debo dejar un documento, pero de regreso seguro llego antes a dejarle el dinero. Asintió con la cabeza y me fui. Me quedé por unos momentos flotando en el pensamiento de la otra persona.
En fin, al poco rato, fui al banco, saqué el dinero, llegué, el señor me reconoció inmediatamente, me vio a los ojos y me dijo: Señorita, gracias, que Dios me la bendiga. Y claro entendí 200 pesos duelen, pero la desonestidad aún más.
Cuando llegué a la universidad, en un semáforo un señor se puso a hacer magia, sacó una paloma y vi mi bolso, sólo cargaba cinco pesos, se los di y me vio a los ojos y me dijo: Señorita, que Dios me la bendiga. Deja vu, pero hoy fui bendecida dos veces.
Es cierto, por uno pagamos todos, pero al menos hoy me sentí bien, muy bien.
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